El ‘Águila del mar’ y el ‘Cisne del Este’
ELPAIS
Muy lejos de los atestados campos de
batalla de Francia y Flandes, al otro lado del mundo, en los mares más
exóticos, hubo en la I Guerra Mundial espacio amplio para una extraordinaria y
rutilante aventura en la que, a diferencia de en la impersonal e inútil matanza
de Europa, cabían asombrosas peripecias, la acción individual, la osadía, la
fama, el sentido romántico de la existencia, la conciencia, la caballerosidad y
hasta el honor. Fue el territorio de las hazañas de los barcos corsarios de la
Kaiserliche Marine, la marina imperial alemana, especialmente dos de ellos, los
legendarios Seeadler (Águila del Mar), el último gran barco de guerra
a vela, y el Emden, un crucero ligero conocido en los puertos del
Extremo Oriente por su pintura blanca y sus gráciles líneas –para un crucero de
tres chimeneas- como el Cisne del Este. La aventura hallaría su
continuación en la II Guerra Mundial con una nueva generación de corsarios,
alguno de los cuales, como el Atlantis del capitán Rogge, estaría a la
altura de sus predecesores.
El Seeadler y el Emden
se condujeron honorablemente y se granjearon el respeto y la admiración hasta
de sus enemigos, compensando la imagen de barbarismo de las tropas del Káiser
en Bélgica. El propio Churchill, a la sazón primer Lord del Almirantazgo, dijo
del Kommandant Karl Von Müller, el circunspecto capitán del Emden,
distinguido como “el gentleman del mar” y con un aire a lo Christopher
Lee: “Cumplió con su deber”. Que no lo maldijera ya es todo un
detalle, visto que en su breve pero fulgurante carrera el Emden echó a
pique o capturó una veintena de mercantes –seis en una sola semana-, hundió un
crucero ligero ruso y un destructor francés, atacó osadamente, a lo Nelson, los
puertos de Madrás y Penang, provocó el alza del precio del arroz y los seguros
náuticos en la India, y trajo de cabeza a nada menos que 78 barcos de guerra
aliados que lo persiguieron durante tres meses infructuosamente, para perjuicio
de la moral y ridículo de la Royal Navy que se suponía soberana de los mares.
Las acciones del Emden y el Seeadler
se desarrollaron en un ambiente digno de las
novelas de Joseph Conrad. Fueron su escenario mayoritariamente el ancho
Pacífico, el Mar de China, la bahía de Bengala, el Índico. Era entonces aún un
mundo de vapores, viejos mercantes y veleros, cargamentos de carbón y copra,
puertos atestados de rumores y oportunidades, praos y sampanes, cielos
arrebolados y atardeceres púrpuras heraldos de tifones. ¡Qué lejos queda Verdún
del Estrecho de la Sonda, el cráter de un obús del del Krakatoa!
Releo estos días en Formentera acodado
en una mesa sobre el mar en el chiringuito Pelayo mientras al lado Jorge
Drexler y unos hippies se unen en una improvisada jam session –“en el
borde de tus aguas/ hay un murmullo de sal”- las memorias (la mayoría compradas
a precio de oro en librerías de lance) del conde Felix de Luckner , el
irrepetible capitán del Seeadler, las del Primer Oficial del Emdem,
Helmuth von Mücke, cuya increíble odisea le llevó a ¡luchar en el desierto de
Arabia!, las del oficial de presa del mismo barco, Julius Lauterbach, Juley el
Gordo, larger tan life, que luego comandó otro célebre corsario, el Möwe
(Gaviota), y toda la maravilla y nostalgia de esas viejas vidas de marinos
perdidos me abruma como si fueran páginas de Lord Jim. Más aún porque
acompaño la lectura con largos tragos de licor de hierbas.
El Conde de Luckner, ”el diablo del
mar”, Seeteufel, es un personaje sensacional. Se escapó de casa a los
13 años para ver el show de Buffalo Bill y ser marino, se enroló en un barco
ruso del cual se cayó y fue rescatado gracias a la intercesión de unos
albatros, abandonó el buque en Australia donde vivió siete años practicando los
más insólitos oficios incluido el de cazador de canguros. Individuo de amplios
intereses –boxeaba y ¡era un gran mago!–, viajó muchísimo por todo el mundo,
incluso conoció al famoso rey Joja de Bamum (Camerún), que vestía de húsar,
aunque sin pantalones, y exhibía una copa decorada con los maxilares de sus
enemigos, hasta acabar enrolado en la marina del Káiser, con la que sirvió en
la batalla de Jutlandia. En 1916 le ofrecieron el insólito mando de un velero
para burlar el bloqueo británico y actuar como corsario auxiliar contra su
tráfico naval. El navío era un bricbarca de tres palos escocés apresado por un
submarino alemán y al que se le instalaron dos cañones de 105 mm, varias
ametralladoras y un motor diésel. Vamos, como para ganar cualquier regata.
Al mando de tan singular embarcación el
no menos singular Von Luckner y sus marinos conocidos como Die piraten des
Kaisers, los piratas del emperador, embebidos seguramente de Karl May,
realizaron la que está considerada la última gran gesta de un corsario a vela,
después del confederado Alabama: en ocho meses capturaron o hundieron
16 barcos (entre los hundidos uno en el que el propio capitán había navegado)
en el Atlántico, las costas de Sudamérica y el Pacífico. La estrategia favorita
de Von Luckner era hacer pasar el Seeadler por un inofensivo mercante
noruego, el Irma, incluyendo en el disfraz situar bien visible un
retrato del rey escandinavo y a un marinero jovencito vestido de mujer como si
fuera la esposa del capitán (es de esperar que el papel acabara con la
representación). Eso le permitía zafarse de los navíos de guerra enemigos que
vigilaban los mares o, tras enarbolar el pabellón de guerra imperial, lanzarse
rapazmente sobre los confiados mercantes que encontraba. Dejando de lado los
trucos clásicos de corsario –necesarios además si llevabas un velero-, el
ilusionista diablo del mar tenía un comportamiento intachable. De hecho en toda
su aventura bélica no perdió ni a uno de sus hombres y solo provocó una muerte
(un marinero británico).
Las aventuras y la decencia no
significan, sin embargo, que la guerra en esos anchos horizontes de agua y
ocasionales arenas blancas, corales y cocoteros, predios de Salgari, Stevenson,
Marryat o Conrad no fuera también guerra, acerba guerra, que el águila no
tuviera garras y el cisne sus buenos diez cañones de 4,1 pulgadas (y cinco
torpedos). Ambos bonitos barcos, verdaderas aves de presa sobre las olas,
causaron estragos en el océano (en el crucero ruso destruido por el Emden,
el Zemchug, murieron 91 oficiales y marineros y 60 pobres prostitutas
chinas que se encontraban a bordo –lo que quizá explica el efecto sorpresa del
ataque-), y los dos acabaron mal. Durante la batalla de las islas Cocos que
supuso su fin en combate contra el mucho más poderoso crucero australiano Sidney,
el Emden, sometido a una brutal tunda de un centenar de cañonazos, fue
embarrancado por su capitán, y cuando una partida enemiga subió a bordo del
devastado navío días después se encontró un espectáculo dantesco de cuerpos
hechos trizas. El del pagador del Emden estaba literalmente empotrado
en hierro retorcido y hubo que sacarlo a trozos de los que caían billetes. En
total, de sus 325 tripulantes (y seis gatos), el crucero tuvo 141 muertos
(incluidos sus tres fieles lavanderos chinos y el barbero) y 65 heridos, un
porcentaje de bajas del 63%.
En fin, eso no impide, pienso yo, que
sea preferible hacer la guerra en un escenario como el de los corsarios, en
plan Corto Maltés, al menos respirando aire puro y oteando hermosos horizontes,
rumbo a Papeete, Ceilán, Penang, Hong Kong o Tsingtao hasta que te maten.
Siempre puedes tener un limpio entierro en el mar y no el pútrido olvido de dos
palmos de fango ensangrentado en la tierra de nadie de la guerra de trincheras.
Mejor caer en una viñeta de Hugo Pratt que en una de Tardi.
Si el SMS (Seiner Majestaet`s Schiff,
navío de su majestad) Emden sufrió una muerte heroica, luchando contra
un enemigo superior, la del Seeadler fue más a la medida de su
insólito capitán. El 1 de agosto de 1917 se encontraba fondeado en un pequeño
atolón de la Polinesia cuando un inesperado tsunami lanzó el velero contra los
arrecifes. Una versión menos épica sugiere que en realidad la tripulación se
encontraba de picnic en la paradisiaca isla y el barco se desancló; una
chapuza, vamos. En una proeza náutica digna de Bligh o Shackleton, Von Luckner
navegó 3.500 kilómetros en uno de los botes salvavidas rescatados del naufragio
hasta las Fiji para buscar ayuda, pero fue capturado (luego escapó; todos lo
hacían: la historia de estos marinos del Káiser parece La gran evasión).
El resto de la tripulación logró atrapar una goleta francesa y salir del
aprieto, aunque acabaron internados ¡en la isla de Pascua!
Tras la guerra, Von Luckner tuvo, como
también Lauterbach, ambos convertidos en personajes muy populares, un flirteo
con la derecha parda que te hace pensar que es una pena que algunas vidas
tengan segundas partes. Lauterbach entró en un Freikorps y combatió a los
espartaquistas. Von Luckner, que visitaba la casa de los padres del luego
criminal nazi, fue el inspirador de que Heydrich entrara en la carrera naval,
de la que fue expulsado para devenir en el siniestro jefe de los servicios de
seguridad de Hitler. El diablo del mar se dejó además agasajar por el demonio
de tierra.
Diferente fue el caso del sobrio Von
Müller, el capitán más famoso de la historia de Alemania (ganador de la
preciada orden Pour le Mérite, el Blue Max), su Dick Turpin de los mares -como
lo denomina Dan Var der Vat en su apasionada historia del Emden, The
last corsair (1983)-. Continuó haciendo gala de su honestidad y se negó a
publicar unas memorias para no ganar dinero, dijo, con la sangre de otros
marinos. Hombre muy parco, su carácter individualista fue decisivo para que el Emden
se desgajara de la flota de cruceros de Spee e iniciara su carrera solitaria e
independiente, tan desestabilizadora para el imperio británico. Siempre
rescataba a los marinos de los barcos que hundía y del trato que les daba a
bordo da fe el que a menudo lo despedían, al desembarcarlos, con insólitos
vivas. La fortuna le acompañó hasta aquel aciago 9 de noviembre de 1914 en las
islas Cocos. Siempre pensó que debía haber muerto entonces con su barco, aunque
no dejó nunca de velar por los supervivientes de su tripulación. Var del Vat
retrata a Müller con una frase conradiana: “Hasta el final fue un hombre que
nadie conoció”.
La coda de la aventura del Emden,
a cuyos supervivientes se les permitió incorporar el legendario nombre del
barco a sus apellidos, es tan grande como su historia. Al ser cazado por el HMAS
Sidney, el corsario acababa de poner en tierra a una partida de medio
centenar de hombres bajo el mando de Von Mücke para silenciar la emisora de la
isla Dirección. Ese grupo aislado de su navío protagonizó entonces un fabuloso
regreso a casa desde la otra punta del mundo. Se adueñaron de una minúscula
goleta, la Ayesha, reconvertida en el barco más pequeñito de la marina
imperial, y se lanzaron a la aventura. Trasladados a un barco auxiliar alemán y
tras pasar Socotra y entrar en el Mar Rojo, los marinos desembarcaron al fin en
Yemen. Allí fueron atacados por beduinos incitados por el emir de la Meca en
una marcha en camello por el desierto –libraron toda una batalla digna de Beau
Geste en las dunas-, y acabaron tomando el ferrocarril de la línea del
Hejaz de sus aliados turcos -¡un poco más tarde y los podría haber atacado Lawrence
de Arabia!- para llegar a Constantinopla, donde fueron recibidos triunfalmente
(las aventuras de los corsarios compensaban el triste papel general de la
flota). No es la única conexión de los intrépidos marinos del Káiser con el
coronel T. E. Lawrence: el mismo hombre que lanzó la leyenda de Lawrence de
Arabia con su biografía, el periodista estadounidense Lowell Thomas, entrevistó
a Lauterbach y Von Luckner y escribió libros sobre ellos.
El recuerdo de los corsarios y sus
aventuras ayudó a mitigar un poco el motín de la flota y la derrota alemana en
la I Guerra Mundial. Su espíritu, como decía, fue recogido por los nuevos
corsarios en la Segunda, aunque navegar bajo la esvástica ya no era lo mismo
–el Orion y el Komet dispararon sobre un barco de pasajeros-,
y jamás volvió a surcar los mares del lejano Oriente un velero armado enarbolando
el orgulloso pabellón de la marina imperial alemana y coronado de velas blancas
como una vieja y noble rapaz de los océanos.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/07/29/actualidad/1406656165_078005.html
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