Un soldado
francés sobrevivió a su ejecución en 1914 para caer luego en combate
En las trincheras era fácil perder el
coraje, si alguna vez lo habías tenido. El propio Lord Moran, mi autoridad de
referencia (y de Churchill, del que fue médico personal y amigo) en temas de valor
admite en ese libro de cabecera que es The anatomy of courage que en los campos
de Flandes y Francia en la I Guerra Mundial resultaba complicado mantener la
cabeza fría, sobre todo si eras una persona sensible e imaginativa (que damos
los peores soldados) y un obús convertía en un surtidor de sangriento picadillo
al camarada a tu lado. Y eso que él, Lord Moran, ganó una medalla (la Military
Cross) durante la batalla del Somme.
En aquel enfangado matadero de la
guerra, donde no existía ni siquiera la posibilidad de tener una muerte decente
(ya que estamos), sino que se moría de manera masiva, anónima, absurda, inútil
y gratuita, en aras de los fútiles planes de un puñado de oficiales de alto
mando majaderos y sin escrúpulos, proliferaron, como es lógico y humano, los
casos de enajenamiento mental (enteras “trincheras de locos”), cobardía,
deserción, abandono del puesto, automutilación, desbandada y amotinamiento. Lo
realmente raro, piensa uno, es que en esas circunstancias de pesadilla (murió
un soldado de infantería francés de cada tres, “días tan tenebrosos y desolados
como la noche, todo es sucio, desnudo y frío, hay que sumergirse en las
entrañas de la tierra”, describió el gran Frederic Manning) no se fueran todos
los combatientes a casa.
La camaradería, el pundonor, la inercia,
el adiestramiento, la disciplina, el odio al enemigo y el alcohol (en las
trincheras francesas se distribuía medio litro por soldado al día, la absenta
estaba considerada lo mejor para el miedo), son todo cosas que ayudaron a
mantener las filas prietas entre alambradas, cadáveres podridos, moscas,
gusanos y ratas. Y si no ahí estaban los durísimos castigos, especialmente las
penas de muerte, los fusilamientos inmediatos, muchas veces arbitrarios y
aleatorios, sin juicio, abiertamente criminales. Así fue el fusilamiento del
francés François Waterlot, del que nos ocuparemos hoy, uno de los
más extraordinarios casos de la Gran Guerra porque el soldado no solo
sobrevivió a su ejecución por cobardía , sino que regresó al frente y murió
—esta vez sí— bajo el fuego, en primera línea, como un valiente. Da que pensar.
Los italianos fueron los que fusilaron
durante la contienda con mayor generosidad: 4.000 soldados fueron llevados al
paredón. Solo después del desastre de Caporetto se produjeron 152 ejecuciones.
En las fuerzas británicas, acostumbradas desde antiguo a cercenar de raíz
cualquier desobediencia (véase el canónico The thin yellow line, de
William Moore, 1974), uno de cada tres mil soldados fue condenado a muerte (en
total 346, la mayoría en Francia, 263 por deserción, 18 por cobardía; la lista
incluye a diez chinos). Alguno tuvo oportunidad de redimirse, como el teniente
coronel John Ekington, de los Royal Warwicks: la corte marcial le conmutó la
pena de muerte —por retirarse de una población francesa para no causar bajas
civiles— por la expulsión del ejército, y en uno de esos episodios tipo Las
cuatro plumas que tanto nos gustan, el hombre se alistó en la Legión
Extranjera, y luchó toda la guerra, ganando dos medallas al valor y perdiendo
una pierna.
Uno de los casos más atroces fue el de
la ejecución de 47 miembros —todos musulmanes indios— del 5º regimiento de
infantería ligera, amotinado en Singapur. Se los hizo fusilar públicamente, lo
que constituyó todo un espectáculo para la gente de la colonia, y se concedió
el privilegio de formar parte de los sucesivos pelotones de
fusilamiento a oficiales y soldados voluntarios de otras unidades. En total se
apuntaron al ejercicio 105 hombres. Los franceses, que tuvieron
episodios como los sonados motines de 1917 tras la ofensiva de Chemin des
Dames, que afectaron a un centenar y medio de regimientos de infantería de
línea y colonial hartos de ser masacrados (algunos generales llegaron a
proponer diezmar las unidades como ejemplo), fusilaron a más de 600 combatientes
propios.
Curiosamente, los alemanes, que, lo que
hay que ver, tenían un código militar más clemente (y una relación más estrecha
entre los oficiales y sus hombres), fusilaron menos: la proporción de penas de
muerte ejecutadas fue diez veces menor que la de los británicos y franceses. En
realidad las justicias militares aliadas fueron más bárbaras que las de
Alemania y Austria-Hungría. Con la excepción de los australianos que, en razón
de sus propias leyes, no fusilaban (se contentaban con enviar deshonrados a los
soldados a casa, para indignación de los británicos, que durante toda la guerra
pidieron más mano dura); mientras que los estadounidenses fusilaron muy poco: a
11 soldados.
La Gran Guerra dio razón como nunca al
conocido aserto —atribuido a Clemenceau y a Groucho Marx— de que la justicia
militar es la justicia lo que la música militar a la música. Abundaron los
casos de flagrante injusticia, incluso directamente de asesinato —Victor
Marchand, soldado del 3º de zuavos fue muerto de un tiro de revolver en la sien
por su comandante sin más explicaciones en medio de una retirada— , bajo la
consideración de que lo importante era mantener como fuera la absoluta sujeción
de la tropa a las órdenes, por descabelladas que estas fueran. Un coronel inglés
llegó a poner como ejemplo a imitar el expeditivo procedimiento disciplinario
empleado ¡por los zulúes!: cuando un guerrero había flaqueado era llevado ante
su jefe, este preguntaba retóricamente “¿cuál es el castigo?”, se le contestaba
“la muerte”, y otro combatiente atravesaba inmediatamente al individuo con su
lanza, sin más dilaciones. Cosas de los zulúes. Me siento incapaz de no señalar
al respecto que el II Cuerpo de Ejército británico estaba mandado por el
general Sir Horace Smith-Dorrien, superviviente de la matanza zulú de
Isandhlwana (el mariscal French y Haig por su parte eran veteranos de la guerra
contra los Boers).
Hay casos que indignan especialmente
como el del pobre chaval irlandés de 19 años (los británicos tenían una
fijación por fusilar irlandeses), víctima obvia de shell shock,
amarrado a un poste y shot at dawn por cobarde. O el célebre de “los
pantalones ensangrentados”: El soldado francés Lucien Bersot se quejó de que le
habían suministrado pantalones finos de algodón inadecuados para el invierno de
1915-16 y le dieron entonces los de un muerto manchados aún de sangre y
vísceras, que se negó a vestir. Le endosaron ocho días de trabajos extra al
pobre poilu por desobediencia, pero luego un coronel revisó el caso y
lo condenó… a muerte.
En agosto de 1916 cerca de Saint Mihiel,
una compañía francesa rehusó atacar tras cavar trincheras durante 48 horas bajo
la lluvia. El comandante ordenó que toda la unidad fuera ametrallada, aunque
después se conformó con fusilar a seis soldado escogidos a suertes. El
asunto recuerda Senderos
de gloria, la película de referencia de Stanley Kubrick, que en
realidad se basó en otro episodio lamentable, el ataque al Moulin de Souay, al
norte de Reims, cuando una compañía se negó a seguir a su comandante fuera del
parapeto de la trinchera tras sufrir otra unidad durísimas pérdidas bajo el
fuego de las Maxim alemanas. Treinta y dos soldados fueron llevados ante una
corte marcial por cobardía ante el enemigo: se libraron por los pelos pero
cuatro de sus sargentos, que se refugiaron con sus hombres en un cráter de obús
al enviárselos a la misión suicida de abrir paso en las alambradas a plena luz
del día, fueron fusilados. El general Reveilhac, jefe de la división, había
ordenado a la artillería disparar contra su propia infantería que se negaba a
salir de las trincheras, pero el oficial a cargo de los cañones exigió una
orden por escrito.
Nuestro hombre, François Waterlot, era
un obrero de Montigny, Pas-de-Calais, de 27 años que trabajaba en las minas,
huérfano de minero muerto en los pozos. Fue movilizado en 1914 con otros cinco
millones de franceses justo cuando su mujer, Élise, estaba a punto de dar a luz
a su primer hijo. Su alucinante odisea la ha contado pormenorizadamente y con
extensa documentación la profesora de historia contemporánea Odette
Hardy-Hémery en el interesantísimo Fusillé vivant (Gallimard, 2012). Combatió en
Bélgica y en el Marne, participó en las grandes batallas de agosto y septiembre
del 14, y vivió luego la mala vida de las trincheras para volver a las
ofensivas del mediados de 1915, en el curso de las cuales murió el 10 de junio.
Durante su servicio escribió 250 cartas a su mujer, otros familiares y amigos,
en las que describe, tratando de no asustar mucho, las condiciones habituales
del frente, la falta de higiene, la incertidumbre, la desesperanza, la fatiga,
el peligro. “On y voit le diable à tout moment”, escribe; “se huele la
muerte a quince pasos”. En una carta describe la muerte de un camarada “de una
bala en la cabeza que le ha hecho saltar el cerebro”. Waterlot estaba
considerado un soldado ejemplar y valiente.
Durante los mortíferos combates de
principios de septiembre de 1914 al norte del Marne, en los que un tercio de
los efectivos franceses lanzados mueren, la situación es desesperada. El
cuartel general francés exige que no se ceda un palmo de terreno y emite una
circular autorizando la ejecución sumaria de los que huyan. En la noche del 5
al 6, la irrupción de un autocañón alemán provoca el pánico en las filas de un
regimiento francés, que lanza el sauve qui peut; en su huida arrastra
a otras unidades, entre ellas a la de Waterlot, la 21ª compañía del 327º de
infantería. El soldado, en busca de los suyos en el caos, tiene la mala pata de
irse a dar de bruces junto con otros seis compañeros con el general Boutegourd,
un militar muy duro embrutecido en las guerras coloniales, de pistola fácil y
deseoso de hacer un escarmiento. Los hace prender y manda fusilarlos
inmediatamente sin aceptar sus explicaciones.
La pena se cumple al día siguiente, el
7, sin proceso alguno, pese a que los soldados, que niegan ser cobardes, piden
que se les deje atacar en primera fila, incluso sin armas. Colocados ante un
muro cerca de Les Essarts, se les vendan los ojos y se les enfrenta a un
pelotón de 35 hombres. Los siete condenados, entre ellos un padre de tres hijos
y un pastelero, todos buenos soldados, gente honesta, se cogen de la mano “para
morir juntos”. Waterlot está en el extremo derecho de la hilera (que parece ser
la mejor posición en estos casos, si hay alguna). Se da la orden de fuego. La
primera descarga no alcanza a todos los reos —nadie tiene ganas de matar a esos
hombres— y se ordena una segunda. Waterlot, que ha oído las balas silbar y se
ha visto salpicado de la sangre de su vecino, ha quedado indemne pero se ha
arrojado al suelo y se finge muerto. Llega el momento del tiro de gracia: el
sargento Théras empieza por la izquierda pero cuando lleva dos disparos sobre
la cabeza de los caídos le dice al capitán que manda el pelotón que no puede
más, que le da mucha pena. El oficial contesta que de acuerdo y hace retirar la
escuadra.
Sobre el terreno quedan los fusilados
como escarmiento. Durante dos horas. El caso es que no solo Waterlot, sino
otros dos siguen vivos (vaya un fusilamiento, se dirán algunos —como el general
Boutegourd—). Recogidos por sanitarios militares (en una escena digna, con
perdón, de Monty Python), Waterlot se levanta y dice: “No estoy herido, nada,
dadme un fusil, me quiero batir porque no soy un cobarde”. Uno de los tres
supervivientes morirá de las heridas al poco; otro, alcanzado en una rodilla,
literalmente desaparecerá (lo mismo que hubiéramos hecho usted y yo), y
Waterlot se reincorporará a su unidad, con, desde luego, un par y mucho que
contar. Sus jefes le conseguirán un perdón visto lo excepcional de la
experiencia: un fusilado que vuelve a las filas (los fusilados serán
rehabilitados oficialmente en 1926, pero no se conseguirá encontrar al
desaparecido, ni condenar al general Boutegourd).
Sorprendentemente, el salvado soldado
Waterlot se seguirá batiendo como si nada hubiera pasado, ¡qué tío! Así hasta el
fatídico 10 de junio de 1915 en el que la muerte, a la que esquivó
milagrosamente frente a aquel paredón un año antes le encuentra durante los
combates de Hébuterne, ataque de diversión (¡) en el contexto de la ofensiva de
Joffre en el Somme. La parca tiene trabajo ese día: el 327 º pierde cuatro
oficiales y doscientos soldados muertos y muchos más heridos y mutilados. Caído
en el campo de batalla, durante el asalto de posiciones enemigas, alcanzado por
un obús, Waterlot es enterrado, esta vez sí, en una fosa común. Más tarde su
viuda lo volverá a sepultar en su pueblo. En la hoja de servicios de François
Waterlot figura la mención incontestable: “Excelente soldado, de una conducta
bajo el fuego remarcable”.
Imagem: François-Hilaire Waterlot
durante su servicio militar. / Archivos Waterlot
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/12/actualidad/1407859095_474530.html
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